Voló.
Llevaba más de dos horas caminando descalza y cuando miró sus pies ni siquiera recordaba haberse quitado los zapatos. Y es que tenía tantos pájaros en la cabeza, que le brotaban alas de la boca.
"Tú no eres de este mundo" -le dije-. Y ella estaba tan segura de eso que dio las gracias al cielo.
Vivía con los ojos cerrados, para mirar hacia dentro; bailaba en silencio con la música de sus sueños y para que no la encontrasen, jugaba a esconderse de sus malos recuerdos.
Cuando la vi aquella tarde, me besó en los labios. Fue un beso de viento. Del viento que levanta las hojas dormidas en el asfalto o que sin previo aviso arranca los pétalos de una amapola. Y así me quedé yo cuando el viento pasó con su beso; con mi asfalto y mi alma vacíos. Sin beso. Y sin ella. Porque ella no era de nadie, más que de la vida.
"Tienes los pies destrozados. Dónde están tus zapatos?" -le pregunté-.
Y me miró. Abrió sus ojos para encontrarse con los míos y casi sentí pudor, pues me descubrí frente a ella más desnudo de lo que jamás había estado antes.
Nunca me respondió, pero no fue necesario. Sólo dio media vuelta y voló.